El nerviosismo que vive en la actualidad el sistema educativo son expresión de las transformaciones sociales y de las nuevas exigencias que se plantean para la formación de las nuevas generaciones. El paso a la información y al conocimiento, los cambios de la familia y de los propios alumnos, las modificaciones en el mercado laboral, los valores sociales emergentes, la presencia creciente de personas inmigrantes y la rapidez de los cambios son algunas de las características de la sociedad del siglo XXI que afectan, sin duda, al ejercicio de la actividad docente.
Igualmente, las presiones sobre la enseñanza son cada vez mayores por lo que el profesor, para quien también pasan los años, se siente muchas veces abrumado, desorientado y perplejo. No es extraño, por tanto, que la mayoría de los profesores, excepto tal vez los recién ingresados en la docencia, consideren que cada año es más difícil enseñar.
La profesión docente se enfrenta a una crisis de confianza y de identidad profesional. Ambos sentimientos están estrechamente relacionados. La confianza permite a los profesores tener seguridad en las acciones que desarrollan y enfrentarse con más fuerza a los riesgos que conlleva la profesión docente. La confianza reduce la ansiedad, permite un juicio más equilibrado y facilita la innovación. Sin embargo, existe una pérdida de confianza en la sociedad postmoderna que provoca desconfianza en las relaciones interpersonales y en las propias instituciones.
Una desconfianza que se extiende también a la institución educativa y a los actores que participan en ella: administraciones educativas, docentes, padres y estudiantes. La sospecha de falta de profesionalidad de los docentes está presente en muchas de las relaciones que éstos deben de establecer y socava la necesaria confianza mutua. Las críticas permanentes sobre el bajo nivel educativo de los estudiantes, sobre los problemas de convivencia en los centros y sobre las malas condiciones de la enseñanza despiertan la alerta en los ciudadanos y en las familias y extienden la sensación de desconfianza ante el trabajo de los profesores.
La confianza, además, es la garantía para enfrentarse con acierto a las nuevas condiciones de la enseñanza y contribuye a la autoestima profesional.
Confianza y autoestima están íntimamente relacionadas y ambas constituyen el núcleo básico de la identidad profesional. Ambos sentimientos suponen haber interiorizado determinados objetivos, saber defenderlos y llevarlos a la práctica, manejarse con tranquilidad en las tareas educativas con alumnos, compañeros y padres, sentirse capaz de enfrentarse a nuevos retos y situaciones problemáticas así como reconocer los propios errores, y aceptar sin angustia las dificultades que puedan vivirse en los procesos de cambio. La confianza implica seguridad, dominio, tranquilidad y satisfacción en la relación con los otros porque no se viven amenazadoras. También expresa la autoestima profesional y contribuye a ella.
Gran parte de la identificación profesional depende de la valoración social percibida. El sentimiento de pérdida de la estima y del reconocimiento social socava las bases de la identidad profesional y reduce los vínculos entre los miembros de la profesión y su sentido de pertenencia a la misma.
Cuando se cambian los objetivos de la actividad docente, se cambian al mismo tiempo sus huellas de identidad. Cuando se subrayan una y otra vez los conflictos y las carencias de la educación, se envía un mensaje de desconfianza hacia la competencia de los docentes y hacia la eficacia de su acción. En ambos supuestos, cada vez más presentes, se produce una continua pérdida de la identidad de los docentes. Entonces, existe una mayor probabilidad de que los profesores se encuentren insatisfechos con ellos mismos y con el trabajo que deben de realizar.
La fractura de su autoestima provoca también la fractura de su identidad y conduce, inevitablemente, a la insatisfacción y al malestar emocional. “Las emociones están en el corazón de la enseñanza”. Casi ninguno de los docentes pondría en duda esta afirmación e incluso la mayoría de los ciudadanos la aceptaría sin dificultad. El trabajo en la enseñanza está basado principalmente en las relaciones interpersonales con los estudiantes y con otros compañeros, por lo que las experiencias emocionales son permanentes. Enfado, alegría, ansiedad, afecto, preocupación, tristeza, frustración… , son algunos de los sentimientos que día a día vive el docente con mayor o menor intensidad y amplitud.
Algunos tienen la fortuna y el buen hacer para conseguir que primen las emociones positivas; en otros, por el contrario, prevalece el infortunio y unas habilidades limitadas, lo que conduce a que las experiencias negativas tengan un mayor peso. Cuando esta última constatación se generaliza a la mayoría de los profesores, nos encontramos con descriptores de la situación de los docentes con una profunda carga emocional: están quemados, desvalorizados, agobiados o desfondados.
Pero si en cualquier época histórica las emociones han ocupado un papel relevante en el mundo de la enseñanza, en los tiempos actuales su importancia es aún mayor. Los cambios en la sociedad y en la familia, las crecientes exigencias sociales, la incorporación a la institución de nuevos colectivos de estudiantes que han de permanecer en ella durante más tiempo, el tipo de relaciones sociales que se establecen entre los diferentes miembros de la comunidad educativa, la ampliación de los objetivos de la enseñanza y las nuevas competencias exigidas a los profesores contribuyen a que sea fácil comprender las dificultades de enseñar y las tensiones emocionales que conlleva. Pero no son sólo las consecuencias de la sociedad multicultural y de la información las que provocan las tensiones emocionales de los docentes. También la violencia de la sociedad, la marginación de determinados colectivos de personas, las desigualdades sociales y la falta de recursos familiares y personales contribuyen a que las relaciones en el seno de la escuela sean potencialmente más conflictivas.
Las dificultades para afirmar una buena convivencia en las escuelas y la existencia de maltrato entre iguales y entre alumnos y profesores son expresión de esta situación que se complica de forma alarmante cuando el funcionamiento del centro docente está deteriorado. Entonces, con mayor fuerza aún, la presión emocional que viven los profesores puede convertirse en intolerable y arrasar cualquier razonamiento que abogue por la comprensión, el diálogo y la negociación de las soluciones.
A más de como consecuencia de estos problemas, aunque no pocos lo consideran su causa, los sistemas educativos viven en permanente estado de reforma. Se formulan propuestas continuas sobre nuevas etapas educativas, nuevos currículos, nuevos métodos de enseñanza, nuevas formas de evaluación, nuevos sistemas de colaboración o nuevas competencias profesionales, lo que obliga a los profesores a reaccionar ante ellas y a adaptar su forma de trabajo.
No es un proceso que se sitúa exclusivamente en el plano racional, sino que es vivido con intensidad en la esfera emocional. La angustia, la inseguridad, la esperanza, la ilusión, el compromiso, la apatía o la perplejidad son reacciones emocionales que están presentes en la respuesta de los profesores ante los cambios que los reformadores de la educación plantean.
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